Una de las experiencias que Raúl recuerda con mayor claridad fue la que vivió con su esposa en el instituto de misiones.
Él había terminado su especialidad en pediatría, y con Clara, que había cursado una maestría en psicopedagogía, se inscribieron para formarse como misioneros.
Desde que eran estudiantes habían acordado en la iglesia que sus profesiones las pondrían al servicio de Dios y de la comunidad a dónde Él los guiara.
Una tarde, el profesor de ética les dijo que irían a recibir la clase a un centro comercial, en medio de la gente, pues la ética es para poner en práctica lo que ya saben en teoría.
Al llegar, y cuando los alumnos descendían del automotor en el gran estacionamiento, una dama que salía del vehículo de enfrente les gritó a oídos de todo el mundo que ellos eran unos bendecidos de Dios, que los amaba, que gente así, que se preocupaba por los demás y que servían en el nombre del Señor, era la que el país necesitaba.
Y dicho eso les mando varios besos, los bendijo y se fue.
Durante tres horas recorrieron los pasillos y observaron las vitrinas sin comprar nada. Luego el maestro les pidió que regresaran al autobús para retornar al instituto.
Pero sucedió que cuando se disponían a abordarlo, un caballero les gritó desde enfrente, a oídos de todo el mundo, que ellos eran unos estúpidos vividores, sinvergüenzas, que dejaran de estarle lavando la cabeza a la gente con sus tonterías y que personas como ellas eran las que tenían al país en tan mala situación.
Algunos estudiantes quisieron responderle, otros quisieron callarlo, y el mismo Raúl quiso darle un puñetazo por irrespetuoso. Pero la orden fue subir al vehículo e irse en silencio.
El viaje fue como si vinieran de un funeral, nadie decía nada. Al entrar al aula de clase… ¡sorpresa!
Se encontraron, parados frente a la pizarra, a la señora que los había elogiado y al caballero que los había insultado.
Resultaron ser actores de un grupo de teatro de una iglesia local que cada año hacían la misma rutina para la cátedra de ética.
Ese día, después de presentarse, dieron una exposición maravillosa acerca de cómo un cristiano debe conducirse entre la comunidad a la que sirve.
Y la enseñanza fue muy clara:
“un regalo sólo es nuestro hasta cuando lo aceptamos. No tenemos que recibir los insultos, pero sí las voces de ánimo, aunque con cautela, pues el elogio para un servidor de Dios puede ser más peligroso que un insulto”.
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Tomado de:
«Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
Derechos reservados de autor.